El sentir es muy intenso.
Se ubica en algún lugar entre la cabeza y los pies (a veces provoca un ligero dolor en el cabello e incluso las uñas).
El nudo en la garganta se forma y crece día con día.
Se extraña por partes, primero la cotidianidad. Luego todo se vuelve específico. Se extraña el abrazo cálido, esa breve sensación entre los labios antes de darse un beso.
Se extraña el sonido de la voz, los pequeños gestos: los colmillos vampirezcos que sobresalen en la más honesta de las sonrisas, la precisión con la que se ata el cabello en un apretado revés. El movimiento ingenuo de la cabeza cuando en el radio suena una canción que le gusta. El contorno negro que enmarca sus pupilas, las pestañas eternas. La faz elevada al cielo de cuando tiene una buena idea. El hastío de sus manos ante el tráfico. Los Vans verdes desgastados... y los azules. Las playeras de conciertos, los jeans precisos. Se extraña el aroma dulce, la piel suave y aquella nariz casi perfecta.
Extrañar se vuelve otra piel, una que nos protege de la felicidad y que a la vez nos da confort en la memoria y en la añoranza.
Extrañar es un arte y yo lo hago irresistiblemente bien.
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